viernes, 20 de febrero de 2009

Qué!?


Resulta que uno va caminando por la calle, meditando sobre la inmortalidad del cangrejo, hasta atreveríame a decir que uno espera el colectivo, cuando pasa un señor elegantemente vestido, portando un perro, un sifón de soda casi vacío y una campera bajo el brazo y nos comenta al pasar, nada más ni nada menos que la verdad de la milanesa. ¿Cuál es nuestra mortal y humilde reacción ante este heroico acto? Ir a nuestras casas, tomar todas las porciones de carne rebosada que encontremos, arrojarlas al tacho y resignarnos a no volver a ingerir más tan delicioso alimento. La pregunta es: por qué no ayudar a la pobre milanesa a cambiar su verdad.
Ante este infortunado hecho, nos encontramos con una bolsa de alcauciles sobre la mesa de la cocina. Con la mayor de las suavidades posibles, tomamos el más lindo de ellos, lo miramos fijo, suspiramos de amor y luego le decimos, en un susurro: lo único que deseo en esta vida es tener tu corazón. El alcaucil se sonroja y allí comienza nuestro romance con el mismo.
Mientras yo invierto mi valioso tiempo en escribir cosas tan importantes y cargadas de sentido, tanto intelectual como emocional, mis ideas se suben una por una a un banquito de madera con una pata floja y van saltando, pobrecitas, con la soga atada al cuello. Razón por la cual puedo aventurar la sofisticada conjetura de que las ideas no se matan, sino que, al igual que un escorpión en un círculo de fuego, se suicidan.

jueves, 19 de febrero de 2009

Pedacito de Hoja



Es sólo cuestión de tiempo, de esperar a que el mar borre las huellas de la arena. Pero, aunque así parezca, ésta jamás volverá a tener la forma que tuvo antes de ser pisada.